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“El olor de las matas de la plaza me hacen pensar en la vida que dejé atrás”: Sandra González

Sandra perdió su cotidianidad del campo debido a las dificultades de ser campesino en Colombia, pero no perdió sus raíces que lograron crecer en otro lugar. 

En las tierras verdes de Boyacá, Sandra González soñaba con ser la veterinaria de la finca de sus padres. Desde pequeña, siempre tuvo una conexión especial con la naturaleza, pero la difícil situación del campo, las pocas ganancias que su familia lograba obtener de los cultivos de papa y la tendencia de migración a las ciudades, llevó a que su familia tuviera que vender la finca. Pusieron su vida en un par de maletas, tomaron flota en la terminal de Duitama y se dirigieron a Bogotá. 

Para Sandra, esa mudanza significó un cambio en lo que en ese entonces consideraba como su vida. Dejar atrás su sueño de ser la heroína de los animales para enfrentarse al ajetreo de la ciudad no fue fácil. Cuando era niña, sus papás “la tenían levantada al alba para echarles una mano con los quehaceres de la finca”, como ella menciona. Pero desde su llegada a Bogotá, la alarma del reloj y el ruido de los autos la acompañaron. 

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Sandra, para empezar, cuéntanos un poco sobre tus raíces en Boyacá… 

Yo viví mi niñez en una vereda a las afueras de Duitama, mi taita era muy trabajador, siempre se levantaba tipo, póngale a las 3 de la mañana, para ponerse a trabajar en la finca, recuerdo que él me decía “¡no me diga papá porque eso es lo que plantamos!”. Ellos me decían que la mejor educación la podía tener en el campo, por eso aprendí de todo un poquito, porque para poder colaborarles debía saber de matas, de animales, de riego, mejor dicho, de todo. 

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¿Tienes algún recuerdo de ese entonces? 

Claro, por allá cuando tenía como siete años, si mal no estoy, mi mamá me contó que un día me dio la loquera y cuando ella volvía del pueblo me encontró en la sala pintándole el pico a un pollo que porque quería que se viera chusco. Claro que me pegó porque le estaba gastando el labial, pero ya años después lo recordamos con gracia. 

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¿Y cómo era vivir cerca de Duitama? 

Vivir cerca de Duitama era muy bonito. Recuerdo que yo iba más que todo los domingos para ir a la misa en la iglesia. Duitama tiene tanto que ofrecer, siempre ha sido bonito y cuando eran días feriados eso decoraban bonito y todo. Para nosotros, era como tener un tesoro en nuestro propio patio trasero por así decir, quedaba cerquita, uno se demoraba como 15 minutos caminando desde la finca. Era un lugar lleno de vida, luego de la misa, en la plaza principal se ponían a vender de todo, desde cosas manuales hasta animales, me debían tener agarrada de la mano o si no me perdían ahí. 

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¿Podrías contarnos un poco sobre las dificultades que enfrentaron? 

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Recuerdo que nuestras mayores dificultades tenían que ver con la falta de recursos y los cambios de clima. Dependíamos completamente de la tierra para sobrevivir, y cualquier cambio en el clima podía afectar las cosechas y por eso mismo los ingresos que recibíamos. Por eso cuando había heladas era tenaz, tocaba sacar lo que se pudiera salvar y ver cómo evitábamos que se dañaran las matas. También el acceso a la salud y la educación era difícil, en esa época ese tipo de cosas era para la gente de más plata. 

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¿Qué edad tenías cuando se mudaron a Bogotá? 

Tenía por ahí unos 12. 

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Me gustaría profundizar un poco más en tu traslado desde Boyacá hasta Bogotá. ¿Cómo fue esa experiencia para ti y tu familia? 

La verdad es que fue un momento muy difícil para todos nosotros. Mis papás tomaron la decisión de mudarnos a Bogotá debido a las dificultades económicas que enfrentábamos en el campo y ya la cosa era insostenible, ya mi papá no tenía la misma energía y la venta de la papa estaba dura. Recuerdo que viajamos en una flota, con solo pocas pertenencias que pudimos llevar con nosotros si tocaba movernos mucho. Fue un viaje largo y agotador para una niña, claro, pero sabíamos que era necesario para buscar mejores oportunidades. 

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¿Cómo afectó esa transición a tu familia? 

Fue un cambio brusco. En el campo estábamos acostumbrados a una vida tranquila, todo nos quedaba cerca, uno conocía a los vecinos de toda la vida. Luego nos pasamos aquí y nos encontramos en una ciudad grande y ruidosa, tocó adaptarnos a un montón de cosas, mi taita tenía un primo que vivía aquí en Bogotá y nos ayudó a conseguir un arriendo mientras estábamos en una pensión. Le pegó más duro a él porque todo lo que teníamos lo había conseguido a punta de, como dicen, sangre, sudor y lágrimas, pero pues él quería que estuviéramos mejor y con todo el pesar del mundo nos tocó dejar allá la casita. 

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Para ti, ¿cuál fue el cambio más duro? 

 

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El estudio. Uy sí, durante esos años sufrí lo que no sufrí en el campo. Las chinas sí son berracas para montársela a uno. Asistí al colegio La Merced, que queda en la calle 13, mi taita me llevaba a veces en una bicicleta que consiguió. Fue difícil adaptarme al ritmo y al nivel de educación en la ciudad. En el campo no tenía acceso a todas esas oportunidades que tenían en Bogotá, por lo que se me complicaban algunas materias. Recuerdo que me esforzaba mucho para ponerme al día con mis compañeras de clase, pero como uno era “la campesina” le hacían el feo a uno. 

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Sandra, la cocina siempre ha sido una parte importante de tu vida. ¿Puedes contarnos cómo comenzó tu relación con la cocina y cómo evolucionó a lo largo del tiempo? 

Mi relación con la cocina comenzó desde muy joven, mejor dicho, a los meses de mudarnos, cuando acompañaba a mi madre a la plaza de mercado del Samper Mendoza. Para mí, esa plaza era un lugar mágico; era lo más parecido a mi vida en el campo. Ver todas esas frutas, verduras y hierbas frescas me recordaba a los días en los que cosechábamos nuestros alimentos e íbamos a la plaza principal del pueblo los domingos. Fue en ese ambiente donde empecé a interesarme por la cocina y a aprender de mi mamá ya que la tenía que ayudar con las cosas de la casa. 

 

¿Qué fue lo que más te atrajo de la cocina en ese momento? ¿Hubo alguna experiencia en particular que te inspiró a seguir explorando ese mundo? 

Creo que lo que más me atrajo de la cocina fue la conexión que tenía con mis raíces y mi familia. Cocinar juntas era nuestro momento para compartir. Por ejemplo, mientras nos poníamos a pelar las arvejas o el maíz eso nos poníamos a echar chisme, le contaba quienes me caían mal y pues ella me decía que no me dejara afectar por eso, que ya quisieran ellas haber sido del campo. 

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¿Y pudiste desarrollarte profesionalmente? 

Fíjate que no, ahorita soy madre soltera y tuve que priorizar la vida de mis hijos. Mis papás no tenían cómo pagarme una universidad, entonces me puse las pilas en ponerme a trabajar en el barrio. Entonces me di cuenta de que la gente que tenía sus negocios no siempre podían dejarlo solo e irse a comprar el almuerzo, entonces les hacía el trabajito de ir hasta la plaza o algún restaurante que vendiera corrientazo y se los traía. 

 

¿Así fue como surgió entonces la idea de tu servicio a domicilio? 

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Ahí fue, surgió de la necesidad de encontrar una solución para seguir ayudando a la gente a traer su comida. Muchas personas de la zona donde vivo trabajan largas horas y no siempre tienen tiempo para preparar almuerzos. Así que pensé en ofrecerles la opción de recibir comida casera en la comodidad de sus trabajos. Así nació mi servicio de almuerzos a domicilio. Eso me iluminé un día, dije por qué más bien no hago yo esos almuerzos y los vendo, le saco alguito más y ayudo a la casa con los gastos. 

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Cuéntame un poco más sobre cómo funciona tu servicio y qué tipo de comida ofreces… 

Mi servicio de almuerzos a domicilio se basa en un menú variado de platos típicos de Boyacá, que son los ejecutivos, preparados con ingredientes frescos y de alta calidad comprados aquí nomás en la plaza. También ofrezco diferentes almuerzos, los corrientazos que incluyen sopas, guisos, carnes, arroces y ensaladas. Los clientes pueden hacer sus pedidos por teléfono o a través de WhatsApp, mi hijo me enseñó a manejar ese aparato lo más de bien, y yo me encargo de alistar la comida y todo desde mi casa, luego un muchacho del barrio me ayuda a llevarles la comida directamente a sus puertas y negocios. 

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¿Cómo ha sido la respuesta de la comunidad a tu emprendimiento? 

Me ha ido divinamente, la gente queda encantada, no por nada llevo ya muchos años en esto. Muchas personas en la zona valoran poder disfrutar de una comida caserita y sabrosa sin tener que preocuparse por cocinar ellos mismos. Además, muchos de mis clientes son recurrentes y ya ni me tienen que hacer el pedido, porque sé de una que les debo preparar su almuerzo. 

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¿Y has pensado en abrir un restaurante? 

No. La verdad, hace unos años lo consideré, pero dije para qué cambiar lo que funciona bien, más bien he invertido en comprar mejores cosas para la cocina, que me ayuden a rendir la comida y hacer todo más rápido. Pero estoy feliz y tranquila en donde estoy y lo que tengo. 

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